Podría engañarme, creer que soy hermosa como
las mujeres hermosas, como las mujeres miradas, porque realmente me
miran mucho. Pero sé que no es cuestión de belleza sino de otra cosa,
por ejemplo, sí, de otra cosa, por ejemplo, de carácter. Parezco lo que
quiero parecer, incluso hermosa si es eso lo que quieren que sea,
hermosa, o bonita, bonita por ejemplo para la familia, solamente para la
familia no, puedo convertirme en lo que quieran que sea. Y creerlo.
Creer, además, que soy encantadora. En
cuanto lo creo, se convierte en realidad para quienes me ven y desean
que sea de una manera acorde con sus gustos, también lo sé. Así, puedo
ser encantadora, a conciencia, incluso si estoy atormentada por la
estocada a muerte de mi hermano. Para la muerte, una sola cómplice: mi
madre. Empleo la palabra encantadora como la empleaban a mi alrededor,
alrededor de los niños. Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los
vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los
tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, el
precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé
dónde. Sólo sé que no está donde las mujeres creen. Miro a las mujeres
por las calles de Saigón, en los puestos de la selva. Las hay muy
hermosas, muy blancas, prestan gran cuidado a su belleza, aquí, sobre
todo en los puestos de la selva. No hacen nada, sólo se reservan, se
reservan para Europa, los amantes, las vacaciones en Italia, los largos
permisos de seis meses, cada tres años, durante los que podrán por
fin hablar de lo que sucede aquí, de esta existencia colonial tan
particular, del servicio de esa gente, de los criados, tan perfecto, de
la vegetación, de los bailes, de estas quintas blancas, grandes como
para perderse en ellas, donde habitan los funcionarios durante sus
remotos destinos. Ellas esperan. Se visten para nada. Se contemplan. En
la penumbra de esas quintas se contemplan para más tarde, creen vivir
una novela, ya tienen los amplios roperos llenos de vestidos con
los que no saben qué hacer, coleccionados como el tiempo, la larga
sucesión de días de espera. Algunas se vuelven locas. Algunas son
abandonadas por una joven criada que se calla. Abandonadas. Se oye cómo
la palabra las alcanza, el ruido que hace, el ruido de la bofetada que
da. Algunas se matan.Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercido por
ellas mismas siempre lo he considerado un error. No se trataba de atraer
al deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde
la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento
inmediato de la relación sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del experiment.." Marguerite Duras
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